Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 11

Imagen por Frida García Retana

Sobre la atención

Por Keila Ochoa Harris

Desde que empecé estos escritos me he estado quejando de la innecesaria o intensa atención que sufre la familia del pastor en una iglesia, pero creo que hoy opino diferente. Aarón regresó feliz de su concierto y mi mamá volvió a sus terapias y ejercicios. Practicaba una especie de yoga centrada en Jesús que le ayudaba a enfocar sus pensamientos en lo importante o eso me explicó.

Daba la medianoche del jueves, cuando desperté con sed. Bajé a la cocina por agua y vi a mi mamá en la mesa de la cocina, con el celular en la mano. Mi papá había ido a visitar a una familia pues la abuelita recién había salido del hospital por una operación delicada. Arrugué la frente.

—¿Mi papá no ha vuelto?

Mi mamá dijo que no con la cabeza. Me asomé y vi que le había enviado como diez mensajes de WhatsApp y unas cuantas llamadas. La aplicación indicaba que los mensajes habían llegado a su destino, pero nadie los había revisado. Justo esa semana se había rumorado que la violencia aumentaba a pasos agigantados en nuestra localidad, lo que no ayudaba de ninguna manera al estado emocional de mi pobre madre.

—¿Quieres que llame otra vez?

Mi mamá sorbió un poco más de café. Yo me senté a su lado. No quería apanicarme, pero un hormigueo recorrió mi espalda. De repente, el teléfono de mi mamá vibró y las dos saltamos del asiento. Contestó enseguida. Alcancé a ver que la pantalla mostraba un número desconocido.

—¿Sí? Soy yo… ¿Cómo?... ¿Dónde?... Sí, sí… Voy para allá… —. Apagó el aparato y me miró con ojos desorbitados—. Era una enfermera del hospital regional. Tu papá estuvo en un accidente y lo trasladaron a urgencias.

Pensé con rapidez. ¿Qué haríamos con Aarón? ¿Pretendía mi mamá que me quedara en la casa? Obvio no podríamos ir a la escuela al día siguiente. Ella organizó todo con rapidez. Le marcó a Víctor de inmediato. Verónica vendría a recoger a Aarón. Mi mamá y yo iríamos con Víctor al hospital. Emiliano se unió al comité.

Nos explicaron todo con detalle. Un chico en estado de ebriedad había golpeado el auto de mi papá con fuerza. Mi papá estaba estable, pues llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero su pierna había quedado atrapada en el acero. El médico valoraba la necesidad de una cirugía para corregir la posición del fémur.

Víctor pidió ver el vehículo. Nos mandó fotos después. Era un milagro que mi papá hubiera sobrevivido. No había otra explicación. El chico alcoholizado le había pegado de frente.

—¿Y el otro conductor? —mi mamá quiso saber. Yo no estaba muy interesada en el agresor, pero nos informaron que se encontraba en terapia intensiva. Él no portaba el cinturón durante el impacto.

Las horas avanzaron de modo irreal. Yo no tenía sueño, a pesar de que ya era de madrugada. Emiliano salió a comprar café para todos. Víctor le pidió que agregara un poco de pan, si encontraba algo abierto. Emiliano regresó con café de máquina y unas frituras. No quise comer. ¿Cómo podría?

Pero al día siguiente, con el sol entrando por las ventanas del hospital y el inicio del ir y venir de los doctores, el lugar me pareció menos tétrico y las noticias nos tranquilizaron. El especialista indicó que mi papá solo necesitaba una férula y mucho reposo. Lo darían de alta por la tarde. El otro conductor estaba mejorando también. Mi papá había pedido hablar con él para hacerle saber que lo perdonaba.

Entonces comenzó el desborde de atención sobre mi familia.

Si bien Víctor envió el mensaje sobre el accidente a las seis de la mañana, pues no consideró propio despertar a media congregación de madrugada, las llamadas empezaron a inundar el celular de mi mamá, el de Víctor y el mío. Tomy fue la primera.

—¿Estás bien, Pris? ¿Cómo está el pastor? ¿Qué puedo hacer? Yo aviso en la escuela, no te preocupes. Te junto la tarea. Lo que sea.

Le siguió Pau, luego Christian.

—¿Dices que el otro conductor estaba borracho? —No supe si contestar la pregunta—. ¡Qué terrible, Pris! Yo… Te juro que no vuelvo a probar una gota de alcohol.

No tenía que prometerme nada a mí, sino a Dios o a sus padres.

Incluso Tatiana me mandó un mensaje con un emoji de cariño. Cuando Tomy llegó a la escuela y contó las noticias, me escribieron Miri y Nacho. 

De regreso a casa, nos esperaba en la puerta la hermana Sofía. Revisé mi atuendo rápido, pero ella ni siquiera se fijó en mis pantalones rotos, sino que me dio un abrazo asfixiante. Nos ayudó a entrar a la casa y sacó de una bolsa de plástico unos recipientes sellados que, según nos informó, traían suficiente comida para dos días. Solo nos encargaba los contenedores de vuelta para poder traer más.

Recién había leído en Efesios algo sobre el cuerpo de Cristo. Comparaba cada órgano, célula y miembro del cuerpo con una persona de la Iglesia. Un dedo sin la mano no funcionaba. Un ojo sin la acción de los nervios para transmitir la información y la mente para interpretarla propiamente no servía de nada. En pocas palabras, todos eran indispensables, nadie sobraba en la Iglesia de Cristo. Al parecer, aunque en muchas ocasiones mi papá jugaba el papel de villano por lo que su rol implicaba, las personas sí lo apreciaban.

Trajeron flores, comida y su presencia. Jamás me había sentido tan agobiada por las visitas. De hecho, no me parecía lo más apropiado para un convaleciente, pero, como buena hija del pastor, guardé silencio y me dediqué a servir bebidas para los sedientos, a ofrecer galletas y pastelitos y a lavar los platos sucios que la estela de visitantes producía.

Mis papás tampoco apreciaban el movimiento, sobre todo porque mi papá todavía se sentía un poco indispuesto y los dolores de cabeza no cesaban, pero se portaron con la dignidad del cargo, por lo menos desde mi punto de vista.

La marea cesó cumplida una semana del percance. Mi papá por fin logró descansar y empezar a realizar los ejercicios que el doctor le prescribió. Aarón y yo volvimos a la escuela. No tuvimos opción.

El viernes regresé del colegio con el suéter del uniforme atado a mi cintura, la blusa desfajada y las calcetas hasta abajo. Una vecina nos recogía del colegio y nos dejaba en la esquina, así que caminábamos cuadra y media bajo el intenso sol. Abrí la puerta con desgano y entré para saludar a mi papá en la sala, cuando casi me desmayo. Santiago, guapo como siempre, estaba en el sofá al lado de su mamá.

Su sonrisa chueca me deslumbró y yo rogué que la tierra se abriera y me tragara o que una nave espacial me absorbiera al más allá. ¡De seguro lucía patética! Amalia, su mamá, trajo un panqué para el «enfermito». Nos saludamos y mi mamá me obligó a sentarme y sonreír, aunque yo deseaba escapar a China o a Rusia. Luego mis papás relataron la historia del accidente por enésima vez.

Contaba los minutos para que se marcharan, pero mi papá hizo la pregunta más interesante de la tarde.

—Amalia, tú no has faltado los domingos, pero, Santiago, te hemos echado de menos desde el campamento.

Amalia le dio un codazo a Santiago para que respondiera.

—He estado visitando a mi papá —sus padres se habían divorciado años atrás—. En el campamento entendí lo importante que es hablar a otros de nuestra fe y le pedí permiso a mi mamá para reconectar con él. Quiere acompañarme un domingo a la iglesia.

—Qué buena noticia —dijo mi mamá con sinceridad.

En eso, mis ojos se cruzaron con Santiago y sentí una descarga eléctrica. Santiago me miraba a mí, solo a mí, y sus ojos comunicaban algo. ¿Amistad? ¿Empatía? ¿Ternura? Mi inexperiencia me impidió atreverme a hablar con él, pero supongo que mi error no fue tan terrible porque por la noche Santiago me envió un mensaje.

«Lindo verte hoy. ¿Nos vemos el sábado en la reunión?».

«Sí, claro».

«En tu sala tienes las pelis de Star Wars. ¿Eres fan?»

«Mi papá me hizo ver las nueve películas en orden. Más uno que otro spin off».

«Jajaja. Por lo menos no estás como Tatiana que no sabe quién es Chewy».

«Es el mejor. De hecho, mis personajes preferidos son él y Han Solo».

«Tenemos mucho de qué platicar».

Eso espero.

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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