Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 2

Imagen por Frida García Retana

Sobre la diversión familiar

Por Keila ochoa Harris

Viernes. Aunque para muchos es sinónimo de libertad, a mí me produce un extraño sabor de boca. Mi papá ha decidido que, cuando sea posible, los viernes se consagren a la familia. No comprende que para una joven eso equivale a frustrar su vida social, pero como mis padres tardaron tanto en acordar tan importante tradición, no he dicho nada.

Todo comenzó en la pandemia. De algún modo nos dimos cuenta de que nos echábamos de menos y que pasábamos muy poco tiempo solo los cuatro. Mi papá siempre tenía algo que hacer: una junta a la que asistir, una visita que realizar, un sermón que preparar. Cuando de pronto eso se acabó y nos miramos unos a otros en esa nueva normalidad, mis padres lamentaron los años perdidos.

Aarón y yo disfrutamos las tardes con palomitas de maíz y películas que no habíamos visto. A mi papá le dio una nostalgia tremenda por el pasado y nos enseñó diversas trilogías y series de películas de la prehistoria: Volver al Futuro, Indiana Jones, Star Wars, las originales. Realmente disfruté las risas y los buenos momentos, hasta que mi papá revisó su agenda y decidió que los viernes, salvo raras excepciones, los dedicaría a la familia.

En ese momento no protesté. La escuela todavía funcionaba en línea y las actividades se iban reanudando lentamente. Para cuando inició el año escolar presencial, supe que se avecinaba una tormenta. ¿Qué les diría a mis amigas de la escuela? «Lo siento, pero el viernes es tiempo en familia». Además, las presiones regresaron, quizá con más fuerza.

Mis papás empezaron a discutir, ahora por el tema de cómo pasar los viernes juntos. Mirar películas en la pantalla no ofrecía los mismos beneficios que en el encierro. Había un mundo afuera por descubrir. El cine quedaba fuera de cuestión, ya que, tristemente, consistía en una de las muchas cosas que podían hacer tropezar a los demás. ¿A qué me refiero?

Antes de la pandemia, mi papá decidió llevarnos a ver una película infantil. Cuando terminó la función, nos topamos con una familia de la iglesia. No imaginamos que se armaría una revolución porque «el pastor» había apoyado una cinta que promovía las artes marciales y la filosofía oriental. Le siguió una cinta de comedia, que en palabras de la hermana Sofía, muchos consideraban que tenía influencias satánicas. En resumen, no existía una sola película que no incomodara a alguno de los 150 asistentes regulares a la congregación, por lo que ir al cine ya no era opción.

Por si te lo preguntas, yo podía ir a una que otra peli, siempre y cuando no causara gran controversia y acudiera a los cines más apartados de la región geográfica de la iglesia. Aun así, tocar el tema de la nueva película de superhéroes o similares, desataba una avalancha de investigación en línea y de debates filosóficos entre mis padres que me provocaba dolor de cabeza.

Luego estaba el tema de comer fuera en un restaurante. Nuevamente, no tiene nada de malo el asunto, hasta que consideras las ramificaciones en la vida del pastor. A veces mi papá elegía los negocios de conocidos, lo que implicaba que terminábamos hablando con ellos y no entre nosotros, y que papá se librara de pagar la cuenta, lo que por alguna extraña razón incomodaba a mi mamá.

Cuando finalmente acudíamos a un negocio de tacos ajeno al círculo social de la iglesia, algo pasaba. Nos hacía daño el pollo o salía demasiado caro. Por esa razón, mi papá decidió que lo mejor sería pedir que nos trajeran la comida en un servicio de esos que proliferaron durante la pandemia. 

Puedes imaginar entonces los viernes. Si el cine quedaba fuera, así como comer en algún establecimiento, solo restaba caminar en el parque o en un centro comercial. Lo segundo aumentaba mi malestar pues no había dinero para comprar la ropa bonita que los maniquíes lucían.

Ese viernes en la escuela, miré a Tomy sentada en una banca del patio mordiendo su emparedado. Me encantaba que Tomy no solo fuera mi amiga en la iglesia sino también en el colegio. Miri se apresuró con su espagueti para ir a jugar voleibol. Nacho, nuestro amigo y el novio de Miri, devoraba unas frituras.

—¿Qué harás hoy, Tomy? —le preguntó Nacho.

—Mis tíos nos invitaron a su casa.

—¿Son los que arman fiestas con todo y karaoke? —preguntó Miri desde la cancha, como para que todo mundo escuchara.

—Justamente ellos. ¿Y tú? —gritó Tomy.

Nacho y Miri irían al boliche. Otro lugar prohibido, pues los de la iglesia podrían creer que mi papá estaba apoyando los vicios o las apuestas, aunque sigo sin entender por qué. El padre de Gaby, otra de mis amigas, también es pastor y no tiene problema con ello.

—¿Y tú, Pris?

Esa tarde no fue el fin del mundo. Mi papá compró una nueva versión de Monopoly y despertó nuestro sentido de competencia. Nos hizo reír, pues con la carta de «cumpleaños», debíamos pagarle dinero y la tuvo más veces que el resto.

Mi mamá ordenó unas pizzas de un lugar artesanal y estuvieron como para chuparnos los dedos. Por la noche, revisé mis redes sociales. En nuestro chat de amigos vi la foto de Nacho y Miri jugando boliche. Tomy se sacó una selfie con sus primas y yo les compartí una imagen de la pizza vegetariana.

Sin embargo, por alguna extraña razón, siempre parecía que los demás la pasaban mejor que yo. Esa noche, mi mamá me llevó un poco de agua al cuarto. Tiene una obsesión con la deshidratación. Se sentó sobre mi cama, y me miró largo y tendido. Me sentí bastante incómoda. Ya no tenía diez u once años, sino diecisiete. Finalmente habló: —¿Eres feliz, Pris?

¿Feliz? ¿Según cuál diccionario? En el de Miri podía significar «una tarde con su novio», mientras que en el de Tomy podría ser «obtener una buena calificación». Pau, mi amiga de la iglesia, se alegraba por un buen día de maquillaje y Nacho consideraba un día de felicidad cuando no le ponían un reporte escolar. Para Christian la felicidad se resumía en la popularidad y para Emiliano en una buena comida. ¿Y para mí?

—Supongo que sí. ¿Y tú, mamá?

Parecía cortés preguntar de regreso.

Mi mamá se encogió de hombros, lo que no me dejó tranquila. Por fortuna el sueño me ganó y no pensé más en el asunto hasta el sábado a las cinco de la tarde. Llegué al templo, como siempre, antes que todos los demás. Mi papá abrió las puertas en espera de los jóvenes. Él se encerraba en su oficina pastoral para estudiar el tema del domingo o recibir alguna visita, mientras yo aguardaba a mis amigos.

Al grupo lo dirigía Roberto, de casi treinta años, que se casaría en enero y abandonaría el grupo. Mi papá daba vueltas sobre quién lo supliría, pero yo no me preocupaba. Sin importar quién estuviera al frente, hacíamos lo mismo: cantar, estudiar y convivir. Nada sensacional, pero tampoco patético.

Tomy y Pau llegaron al mismo tiempo. Emiliano se dedicó a conectar los instrumentos para la alabanza. Christian, mi ex amor platónico, hizo su entrada triunfal. Entonces, diez minutos después de que Roberto comenzara con los avisos, Pau me dio un codazo. Las tres giramos hacia la puerta y sentí un bochorno impresionante. El chico nuevo del domingo entró con aire despreocupado. De inmediato, Tatiana, la hermana de Christian, le hizo un lugar a su lado.

Roberto tampoco dejó pasar la oportunidad.

—¡Tenemos una visita! ¿Nos puedes dar tu nombre?

El chico, visiblemente asombrado e incómodo, se puso de pie.

—Soy Santiago.

—Bienvenido, Santiago —recitamos como en una reunión de Alcohólicos Anónimos. 

Luego volvió a su asiento. Yo no supe más de nada. Santiago sonaba como el nombre más encantador del planeta. Por dentro, sin embargo, empecé a temblar. En ocasiones, Roberto nos invitaba a alguna actividad social al finalizar la reunión. 

Mi papá siempre tenía prisa por irse, y aunque dos o tres veces me dejó acompañarlos, le inquietaba quién me iría a dejar a casa.¿Y si esa tarde Santiago se unía al grupo? El ardor en mi estómago aumentó. «No es justo; no es justo», repetía como mantra. 

Por fortuna, Roberto planeaba visitar a su hermana que había dado a luz a su primer sobrino, así que dejé escapar el aire. No habría actividad social ese día. De cualquier modo, todo este tema de la diversión me inquietaba. 

¿Era feliz? Me encogí de hombros como había hecho mi mamá.

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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