Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 7
Sobre las calificaciones
Por Keila Ochoa Harris
Números o letras da igual. Las calificaciones que se supone que sirven para evaluar, en realidad etiquetan y desmotivan. No a todos nos gustan las matemáticas. Si las amas y las veneras, también se te facilitan, pero si no has tenido buenas experiencias con ellas, ¿qué te resta sino intentar domarlas como a corceles salvajes?
En realidad, me parece que no deberían ponernos una nota, sino un simple «pasaste». En otras palabras, lograste el objetivo. ¿No es eso lo que importa? Mis amigos opinan lo mismo que yo. ¡Qué triste que las escuelas no hayan cambiado en cincuenta años!, y creo que no lo harán. Por lo menos no en los siguientes años de mi escolaridad.
Mi mamá recibió, en sobre cerrado, el resumen de mi año escolar. No lo abrió hasta que llegamos a la casa. Supongo que en cierto sentido me convino, ya que se puso a llorar. Le quité el papel con delicadeza y revisé las materias con sus respectivos números al frente. No estaban debajo del 80. ¿Por qué tanto drama?
—Lo sabía. He descuidado tu educación —dijo mi mamá entre lágrimas.
Volví a revisar el informe. Era cierto que el último período mostraba unos números más bajos, pero no culpaba a mi mamá, sino a mí misma. Me había distraído con otros temas, como los nervios por la futura elección de carrera. Los problemas de mis padres no habían influido en mi pereza ni en mi cansancio para estudiar, más bien era que me la pasaba soñando despierta con Santiago.
Sin embargo, desde niña sé que una discusión con mi mamá no produce nada bueno cuando ella se empeña en culparse de algo. Así que solo pedí disculpas y me retiré a mi habitación. Jamás imaginé que esa noche mi papá me daría un sermón en el comedor.
—Debemos hacer todo con excelencia, Priscila —dijo al finalizar la cena de pollo frito del viernes por la noche.
—Lo sé. Me esforcé.
—No lo parece. ¿81 en ciencias? Es tu mejor materia. Nunca habías obtenido nada inferior a 98.
—Fue solo un examen. No pasa nada.
Noté cómo se fruncía su frente y contuve el aliento. ¿Y qué me lanzó? La misma jugada que usaba la directora de la escuela.
—Cada punto importa para conseguir un buen lugar en la universidad.
«No somos ricos. No podemos pagarte una escuela privada después del bachillerato. Deberás competir contra miles de estudiantes más por una plaza en la universidad estatal. Una centésima puede ser la diferencia. Bla, bla, bla…».
Justo entonces alguien llamó a su celular y mi papá respondió.
—Atenderé esto en el despacho, pero no te muevas de aquí. No hemos terminado.
Aarón, el cobarde, huyó a su cuarto a jugar con sus Legos. Mi mamá se ocultó en la cocina para lavar los trastes. Me quedé en la mesa y, sin más qué hacer, revisé mis mensajes.
«Pris, mañana después de la iglesia algunos de nosotros iremos a tomar un helado, ¿vienes?».
Respondí a Pau de inmediato: «¿Quiénes van?».
«Los de siempre. Emi, Tomy, Chris, Tatis, creo Santiago».
Mis dedos temblaron. ¿Santiago? ¿Mi Santiago? ¿Qué otro Santiago? Nuestra primera cita. Claro, cita grupal, pero finalmente en una heladería, supuse que en la más bonita de la zona a unas cuadras de la iglesia. Pediría fresas con crema y chocolate. ¿O parecería muy glotona? Quizá optaría por algo más nutritivo para quedar bien. Las primeras impresiones cuentan.
Mi papá volvió y se desplomó sobre la silla.
—¿En qué estábamos? Ah, sí. Debo pedirte que mejores el próximo año. Es el último.
Imaginé que venían más pronósticos: fracasos, la falta de un certificado, una vida truncada.
—¿Estoy castigada? —dije antes de que mi papá continuara su monólogo. Debía considerar mis opciones. Si no lo estaba, podría pedir permiso para lo de la heladería. Si se avecinaba una consecuencia funesta, lo mejor sería callar.
Mi papá titubeó.
—Pues…
—Es en parte mi culpa. No he estado al tanto de su vida escolar ni de la de Aarón —confesó mi mamá con la angustia dibujada en sus facciones, asomada en la puerta de la cocina.
Mi papá la contempló unos minutos.
—Priscila tiene casi dieciocho años, Gaby. No necesita a su mamá para realizar sus deberes.
—Aun así…
—No es tu culpa, mamá.
—Trato de enseñar una lección a Priscila. Pronto enfrentará el mundo real.
—Uno que resulta injusto para muchas mujeres —interrumpió mi mamá.
Se aproximaba una discusión, por lo que me tocaba desviarla lo antes posible.
—Comprendo, papá. Creo que necesito meditar más en mis acciones. No saldré con mis amigas en una semana.
¿Dolía? ¡Mucho! Pero la otra alternativa me paralizaba aún más. No soportaba ver a mi mamá tan triste. No podía añadir esto a sus penas.
Mi papá asintió con sorpresa.
—Suena bien.
Mi mamá me lanzó una mirada de gratitud. Supuse que sería suficiente para tranquilizar mi corazón, pero no lo fue.
Sufrí en el chat de esa noche, mientras Tomy y Pau organizaban la salida. Yo solo dije que tenía un compromiso en casa. Mojé con lágrimas mi almohada cuando el sábado por la noche subieron al chat grupal las fotos en la heladería.
Santiago entre Pau y Tatiana. Emiliano y Tomy haciendo gestos graciosos. El único que parecía un poco apagado era Christian. ¿Me extrañaría? Lo dudé. Aunque lo había considerado mi amor platónico durante años, por falta de otro prospecto, él no mostraba ningún interés romántico hacia mí.
La única buena noticia sucedió el domingo. Juntamos la cantidad total para el campamento. ¡Nos iríamos en dos semanas! Ahí podría recuperar el tiempo perdido y conectar con Santiago. A fin de cuentas, Pau lo había interrogado en la heladería y descubrió cosas muy interesantes.
No tenía novia. Solo había tenido dos o tres en secundaria, pero las consideró romances pasajeros que no duraron ni un mes. No le gustaba nadie por el momento. ¿Qué buscaba en una chica? Inteligencia. Sí, un poco de belleza, pero no de revistas, sino natural. Buen sentido del humor por encima de todo. Quería reír, no llorar con alguien. Asistía a la reunión juvenil porque le interesaba genuinamente todo el tema de Dios y la Biblia y le simpatizaban las chicas del grupo.
Quizá debía afinar mis chistes y leer algo sobre relaciones personales antes del campamento. Tomy también me contó la conversación entre Tatiana y Pau en el baño.
«¿Te gusta Santiago, Tatis?».
«¿Y a quién no? Hasta a la hija del pastor».
Eso no lo vieron venir ni mis amigas. Mucho menos yo. ¿Tan obvia había sido? Dicha información no me ayudó a conciliar el sueño hasta la madrugada. Tal vez me convino no ir por un helado con el grupo para no mostrar mis debilidades románticas. Andaría con más cuidado y esperaría al campamento.
Al otro día, durante el sermón de mi papá, solo pensé en qué vestido llevaría para la cena de gala en el campamento. ¿El rojo? Como no iría la hermana Sofía, no debía preocuparme por el largo ni por el ligero escote. Reaccioné justo en el «amén» y descubrí a Tatiana observándome con una media sonrisa. Me escabullí a la cocina.
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D.R. ©️ Keila Ochoa
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