El que llevó nuestras enfermedades

Foto por Diana Gómez

El gran costo

Por Laura Castellanos

Curioso, pero él jamás se había enfermado. ¡Ignoraba lo que era sentirse mal! Sin embargo, había sido testigo de los estragos que producen las enfermedades.

Miró a sus amigos en la escuela padecer varicela; vio rostros picados de viruela; contempló a su madre tumbada sobre la cama por una gripe común; abrazó a su padre cuando vomitó toda la noche por un virus estomacal; acarició la piel herida de un chico con acné. Y al ir creciendo, los horrores aumentaron.

Sostuvo la mano de su hermana cuando esta batallaba contra el cáncer; besó los dedos entumidos de su primo cuando perdió sensibilidad en las piernas; acompañó a su amigo que padecía sida y perdía interés por vivir.

Él atestiguó el dolor, el asco, la incomodidad, el frío, el calor, el delirio, el agotamiento, las punzadas, los gritos desesperados de un cuerpo descompuesto, pero jamás lo experimentó en carne propia.

Entonces, un día, exigió al Ser Divino que erradicara la enfermedad del planeta. El Ser le dijo que lo haría, con una condición: Él, aquel hombre, debía padecer todas las enfermedades juntas, en su propio cuerpo, durante tres horas. Y aquel hombre aceptó.

Pero el día antes del momento crucial, el hombre sufrió. Toda aquella noche no durmió pues tenía miedo. ¿Miedo de qué? Si bien jamás había tenido catarro ni tos, sabía lo que estos causaban. ¡Y de pronto recibiría un tropel de virus y bacterias! ¿Qué se sentiría? ¿Lo soportaría? ¿Cómo sobreviviría? Es más, ¿resistiría su cuerpo durante tres horas un mar de contagio sin morir en el intento? No por eso dio marcha atrás ni se arrepintió de su decisión. Solo se angustió. Y se angustió mucho; tanto, que sudó sangre.


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