Serie: Principios sobre la belleza
Principio 6: El pecado convierte la belleza en vergüenza, pero Dios restaura
Por Laura Castellanos
Daniel trabajaba como reportero para un importante periódico nacional. Solía entrevistar a las actrices más famosas del momento, así que había adquirido muchos hábitos de la buena vida. Pero sobre todo, Daniel se ufanaba de ser un excelente catador de la belleza física.
Salía con mujeres guapas y exitosas del medio del espectáculo. En su contacto con ellas, aprendió a detectar quiénes se hacían cirugía plástica y quienes presumían una belleza natural.
Sin embargo, en su trabajo no solo debía cubrir las noticias de la farándula, sino que le tocó viajar a pueblos olvidados por la civilización como a la sierra oaxaqueña y poblana, donde se topó con mujeres indígenas de rostros arrugados y manos rugosas.
—En serio que son feas —le decía a sus amigos al regresar de sus misiones periodísticas—. No sé porqué hay tantas mujeres así en el mundo, ¡pero las hay!
Entonces, una mañana, le llamaron al celular.
—Daniel, ¿estás disponible? —le preguntó el director editorial.
—Estoy en la ciudad.
—Entonces necesito que vayas a una colonia del sur. Han rescatado a cinco mujeres que estuvieron secuestradas por unos locos. Quiero una entrevista fresca y de primera mano.
Daniel supo que era su oportunidad para una buena historia, pero no esperaba toparse con esa escena. Las mujeres habían vivido arrinconadas en una casucha de lámina, sin alimentos y sometidas a todo tipo de violencia. Sus ropas raídas y sucias lo estremecieron, sin olvidar que las pobrecitas apestaban. ¡Ni siquiera las indígenas habían lucido tan despreciables! ¿O le fallaba la vista?
El antónimo de belleza
¿Cómo o cuándo se pierde la belleza? La Biblia nos dice:
«Habrá pestilencia en vez de perfume, soga en vez de cinturón, calvicie en vez de peinado elegante, ropa de luto en vez de trajes lujosos, vergüenza en vez de belleza» (Isaías 3:24 NVI).
Un antónimo de belleza es «vergüenza». La vergüenza surge cuando un objeto o una persona pierden su propósito original. Por ejemplo, no nos escandalizamos cuando observamos estatuas de diosas griegas que están semidesnudas. Pero protestamos en contra de la pornografía. ¿Por qué?
Porque en la pornografía esas bellas mujeres pierden su dignidad y su estima. Esas mujeres son usadas, denigradas e incluso maltratadas. De ese modo, el objetivo que la pornografía persigue hace que se pierdan los valores y la dignidad de los involucrados, y ya no los vemos hermosos.
Un ejemplo de la naturaleza
Pensemos en una flor:
«El sol, cuando sale, seca la planta con su calor abrasador. A ésta se le cae la flor y pierde su belleza» (Santiago 1:11 NVI).
De acuerdo a estas palabras, la flor pierde su belleza cuando deja de estar viva y fresca. Ya no es bella cuando su propósito se pierde. Una flor ha nacido para mostrar sus colores, para atraer a los insectos, para reproducir su especie y para deleitar nuestra vista. Los pétalos que se marchitan y se vuelven polvo, pierden su hermosura.
Entonces me pregunto, ¿existen las cosas feas? ¿O no será que en realidad nos referimos a cosas vergonzosas cuando usamos palabras como: horrible, feo o detestable?
Hay una frase que dice: «No hay novia fea». Este dicho anuncia una gran verdad. La novia en el día de su boda está radiante por el amor que profesa al novio y la atención que presta a su arreglo personal. Pero sobre todo, una novia luce bella debido al propósito de la ocasión. El vestido blanco, el ramo, el maquillaje y el resto se conjuntan, y lo último que se invita a una boda es a la vergüenza, la deshonra o la obscenidad.
Las más grandes vergüenzas de la Historia
Las escenas más escalofriantes que he visto en el cine no han provenido de películas de horror o de espantos, sino de aquellas que nos muestran las matanzas del siglo XX, ya sea durante la Segunda Guerra Mundial u otros genocidios.
Pienso en Hotel Ruanda y esa escena donde vemos una carretera tapizada de cuerpos humanos. Me acuerdo de La Vida es Bella y aquel cuadro de cuerpos apilados en un montículo. Sudé frío al observar en la Lista de Schindler el momento en que un grupo de mujeres es conducido a una cámara de gas.
Los espectadores temblamos. ¿Morirán esas mujeres? La tortura empieza desde que un soldado les ordena desnudarse. Sufrimos al lado de esas mujeres a las que se les despoja de su dignidad. Además, nos ofende su cabello rapado, rasurado o recortado, pues fueron obligadas a llevarlo así. En contra de su voluntad se les privó de la libertad de usarlo largo o corto.
Sigue la toma cinematográfica en blanco y negro. Las mujeres avanzan con temor. Vemos sus cuerpos delgados, el ideal de muchas jovencitas hoy día. ¿Entonces por qué no las vemos hermosas? Porque sabemos que han perdido peso a base de sufrimiento. Se les ha privado del derecho de ser alimentadas.
Las luces se apagan y surgen los gritos. Nosotros lloramos junto a ellas. ¿Por qué? Porque nos conduele su vergüenza, más que su desnudez. Pero esto no siempre fue así.
«En ese tiempo el hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza» (Génesis 2:25 NVI).
En el principio de los tiempos, el hombre no se avergonzaba de su cuerpo. Al paso de los siglos, nosotros mismos hemos pervertido lo más natural, que es tener un cuerpo y ahora lo vemos con ojos distorsionados.
¿Cómo percibimos estas escenas? Un niño africano que muere de hambre. El animal que vive dentro de una jaula y ya no luce bello. Las mujeres que venden sus cuerpos para obtener un sustento.
En todos estos ejemplos no hay belleza, sino vergüenza. Afortunadamente, en medio de esas tragedias, aún hay atisbos de hermosura, que solo vienen cuando conocemos a Dios.
Por eso debemos pensar que:
El pecado convierte la belleza en vergüenza, pero Dios restaura
Continuando con la historia:
Cuando Daniel entrevistó a cada una de esas mujeres capturadas, se estremeció. Detrás de las capas de mugre, de las uñas negras, los dientes podridos, las costillas salidas por la desnutrición e incluso el aliento nauseabundo, escuchó historias conmovedoras.
Esas mujeres no se conocían hasta que terminaron en esa casucha, víctimas de un grupo de criminales que exigían dinero a sus familiares para rescatarlas.
Allí forjaron una amistad y se ayudaron a soportar el encierro y el maltrato. Se contaron sus vidas y cantaron romances de su pasado. Pero sobre todo, encontraron un quehacer. Entre todas tejieron un tapete de mimbre; uno por el que Daniel no habría pagado ni cincuenta pesos en la calle.
—¿De dónde sacaron el material? —preguntó Daniel.
—De unas canastas arrumbadas que encontramos —le dijo una chica que detrás de su apariencia escondía unos ojos vivarachos y... hermosos.
—Todas las noches, cuando no podíamos dormir debido al miedo y la angustia, nos poníamos a alisar los trozos para luego juntarlos —le explicó otra, cuya sonrisa contagiaba un gozo sencillo.
—Mientras tejíamos, nos animábamos a no perder la fe —añadió la tercera. La pobrecita había quedado con el brazo inutilizable por un golpe, pero se le hacían unos hoyuelos coquetos en las mejillas.
—Y hasta rezábamos. Yo me acordé de varias lecciones bíblicas que aprendí de niña y se las comenté a mis compañeras. Todas comenzamos a orar por libertad, ¡y Dios contestó! —le contó la del cabello más largo.
—Jamás olvidaremos esta experiencia —confesó la quinta con los ojos humedecidos y Daniel admiró la naricita que resopló con esperanza.
—¿Le gusta nuestro tapete? —le preguntaron.
Daniel, con el corazón galopante, respondió: —Es lo más hermoso que he visto en mi vida.
Y no mintió.
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