Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 4
Sobre las redes sociales
Por Keila ochoa Harris
Instagram. Aunque también tengo Facebook y WhatsApp, y de repente veo algunos videos en TikTok, pero mi papá no está muy de acuerdo. Este es otro tema álgido entre mis padres, en la iglesia y me parece que para la sociedad entera.
Durante la pandemia mi papá ordenó algunos libros que trajo un repartidor. Todos lidiaban con el tema del peligro de las redes sociales para las personas, en especial, los jóvenes. Limitó mi tiempo de pantalla, sacó el televisor del cuarto de mi hermano y a ambos nos instaló controles parentales.
Aarón se quejó un poco, ¡yo rugí! Ninguna de mis amigas tenía tantas restricciones. Por fortuna, la pandemia se alargó y mi papá tuvo que planificar nuevas estrategias para comunicarse con los congregantes así que se olvidó un poco de nosotros. En ocasiones, cuando el estrés aumentó, ni siquiera miró el reloj y mi hermano y yo logramos cinco horas seguidas de entretenimiento. ¡Y sin censura!
Sin embargo, acepto que mi papá tiene cierta razón en sus miedos sobre el poder que ejerce sobre mí cada foto que mis conocidos postean. Pau tiene una presencia tremenda en las redes, pues diario pone algo, ya sea una imagen de su desayuno o un nuevo tip de maquillaje. Aunque Tomy parece poco interesada, no se pierde un buen meme divertido que luego nos manda a los dos o tres chats privados que tenemos.
Sin embargo, casi me desmayo el día que vi que Santiago le ponía un «me gusta» a Pau. ¿Ya eran amigos virtuales? Era obvio que me llevaba la delantera. Pau conversaba con él los sábados y los domingos. Yo en ocasiones me acercaba a saludar, pero no me quedaba en las charlas más largas, por las razones más bizarras: miedo, vergüenza y el recuerdo de mis nervios en el concurso bíblico.
Cuando Santiago empezó a seguir a Tomy, sentí que me moría. De ese modo, un viernes decidí que al día siguiente me animaría a seguirlo en Instagram o a hablar con él al respecto. Había muchas cosas exigiendo mi atención, como el fin de cursos, pero por sobre todas ellas, rondaba el campamento de verano.
Desde niña asistí a los campamentos regionales para divertirme y «aprender más de la Biblia», como insistía mi papá. Pensar en mis temporadas infantiles me robaba una sonrisa: el contacto con la naturaleza, las manualidades, los juegos, los amigos, Tomy, después Pau, dando sentido a cada semana lejos de mis padres.
La adolescencia complicó un poco la dinámica. Ya no solo me preocupaba por dormir por las noches, sino por el atuendo de cada ocasión, las malas noticias de comenzar mi período en esos días, en cuánto maquillaje empacar (y que no me descubrieran mis papás) y hasta la horrible tradición que alguien inventó de una cena en parejas.
A las cuatro cenas a las que había asistido me escoltó Emiliano como recurso de última hora para que ninguno de los dos quedara mal. Pero este año se presentaba con una nueva sensación y expectativa: la de Santiago. Así que presté toda mi atención cuando Roberto, nuestro líder, pasó lista para saber quiénes deseábamos ir al campamento de verano. Santiago se encontró entre los interesados y mi corazón latió a mil por hora.
Como grupo de jóvenes, también planificamos recaudar fondos para el transporte y para ayudar a los que tuvieran problemas económicos, así que en una semana iniciaríamos una venta de postres con dicho fin. De ese modo, después de nuestro viernes familiar con una película que me aburrió y una cena sencilla de pan con café, me acosté en la cama y revisé mi teléfono.
Mi papá prohibía que me durmiera con el celular en la habitación de domingo a jueves, pero los viernes y sábados me daba permiso de revisarlo antes de dormir. No descubrió cuánto me desvelaba chateando en el grupo con Pau y con Tomy, o en el de los amigos de la iglesia, donde también estaban Emiliano y Christian.
Empecé a revisar las nuevas fotos de Tomy cuando unas voces que provenían del piso inferior me alertaron. Me asomé al cuarto de Aarón. Ya roncaba, así que cerré la puerta para que no lo despertaran. A sus once años todavía duerme con una lucecita prendida por causa de los miedos nocturnos.
Luego me aproximé a las escaleras. Mis papás discutían en la cocina.
—No, no sé qué me pasa, Jorge. Solo estoy cansada. Ya no soporto la reunión de mujeres. La hermana Sofía siempre encuentra algo qué criticar. Me exaspera que se alarguen los tiempos de café cuando yo solo quiero volver a la casa y hacer mis cosas.
—Eres la esposa del pastor, Gaby, ¿qué esperabas?
—Realmente no lo sé. Supongo que algo diferente. Extraño los días de pandemia.
—Porque me quieres tener aquí. Sufres porque quieres controlarlo todo.
Mi mamá resopló: —Mira quién habla de control, don perfecto. ¿Crees que no me doy cuenta de que otra vez estás durmiendo menos pensando en los problemas de las personas? ¿O que pasas más horas en la iglesia? En la pandemia llegamos a varios acuerdos que no se han respetado.
—Baja la voz. ¿Quieres despertar a los niños?
—No son niños. Priscila ya es una señorita y te necesita.
«No mucho», quería interrumpir. Sin mi papá revisando mis redes sociales vivía más feliz. Porque debo admitir que mi papá fue de mis primeros contactos agregados en todas mis redes. Quizá debía seguir el consejo de Christian y crear un nuevo perfil donde no figurara el pastor. Supongo que por esa razón pocos me dejan comentarios y no me comparten los memes más chistosos.
Mi papá interrumpió mis pensamientos:
—Si se repite la historia de…
—Otra vez me vas a echar en cara mi depresión de hace años, ¿verdad?
—No es eso. Pero recuerda que para muchas personas los altos y bajos emocionales son recurrentes.
—¡Basta, Jorge! Me haces creer que soy débil… que otra vez estoy fallando…
Los ruidos en la cocina me indicaron que estaban terminando de limpiar y que pronto saldrían rumbo a la sala o al segundo piso. Debía huir de ahí. ¿A qué depresión se refería mi mamá?
Empecé a juntar las piezas del rompecabezas recordando conversaciones pasadas. Discusiones entre mis padres, confidencias entre mi mamá y mi abuelita, comentarios malintencionados de mis tías y susurros de la hermana Sofía.
Mi mamá tuvo una fuerte depresión posparto cuando Aarón nació. Yo no pasaba de los cinco años, por lo que no supe ponerles puntos a las íes, pero no había muchas fotos de esa época, ni tengo gratos recuerdos del fin del preescolar ni del primer grado de primaria.
De hecho, me parece que tuve que ir con una psicóloga porque empecé a invertir las letras y mojé la cama dos veces. Quizá no se trató solo de una fuerte transición por el cambio de escuela, sino que la salud mental de mi mamá influyó en mis reacciones.
Volví mis ojos a la pantalla, pero me aburrió el pleito virtual entre Pau y Tomy sobre qué canción de Harry Styles quedaba mejor para un video de fin de cursos, y tampoco quise saludar a Emiliano que me mandó un mensaje de texto.
Cerré los ojos y traté de dormir, pero tampoco lo logré. En algún momento se me ocurrió orar, como cuando era niña y mi mamá me daba el beso de las buenas noches. Siempre repetía lo mismo: buen descanso, un lindo día mañana y comida para los misioneros.
En quinto grado mi mamá me invitó a sonar un poco más conectada y personal. Me contó que a Dios le interesaba todo sobre mi día, mis amigos, mis problemas y mis triunfos. No me emocionó mucho la idea de confesar a Dios mis malas calificaciones o mis mentiras.
A mis diecisiete años, me consideraba todavía menos preparada para una conversación sincera con el Creador del universo. Si la hermana Sofía me criticaba, ¿qué opinaría el Dios Todopoderoso de la hija fracasada de un pastor? Si doña Sofía meneaba la cabeza cuando me oía o me veía, ¿cómo reaccionaría el Jefe principal de mi papá?
Decidí dormir, aunque tardé horas. Al otro día, sumida en mis pensamientos, ni siquiera reaccioné cuando, después de la reunión juvenil, Santiago empezó a seguirme en las redes. Lo seguí de vuelta y di un vistazo a las fotos de autos y jugadores importantes que él compartía. Seguía inquieta porque mi mamá y mi papá no se habían dirigido la palabra durante el desayuno.
Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa
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