Confesiones de una hija de pastor, Capítulo 5

Imagen por Frida García Retana

Sobre las recaudaciones de fondos

Por Keila Ochoa Harris

Parte del trabajo de mi papá consiste en juntar dinero para todo tipo de cosas. Hemos tenido diferentes proyectos como ayudar a los niños de la calle, ancianos en asilos y mujeres en riesgo. Un año llevamos cajas de regalos navideños a los poblados más pobres del estado y en otro apoyamos a unos misioneros que construyeron un centro educativo en un país africano.

Juntar dinero para un campamento suena un poco menos interesante, pero la gente tiene tanta hambre al finalizar la reunión dominical que compran cualquier cosa con tal de tranquilizar su estómago inquieto. 

Roberto hizo la lista con los deliciosos postres que ofreceríamos el domingo. Entre mis pocos talentos se encuentra la repostería. Desde pequeña, mi mamá me enseñó un puñado de recetas que me hicieron, por así decirlo, famosa.

Mientras Roberto anotaba los nombres, pensé rápido. Debía sorprender a Santiago. Mis brownies siempre recibían halagos, pero no estaba segura de contar con cocoa en la despensa. El arroz con leche sonaba demasiado típico. Por la premura del tiempo tardaría mucho en decorar unos cupcakes de chocolate, lo que solo dejaba una opción: flan napolitano.

Roberto escribió la palabra junto a mi nombre. Luego volví a casa. Pero ahí todo se desmoronó. Mi papá me dejó en la puerta y se marchó a una reunión importante. 

Esa semana había acumulado más puntos malos que de costumbre. Rompió la sagrada tradición del viernes para una junta con los pastores de otras iglesias. Me parece que llegó todas las noches después de las diez. No lo esperé ni el miércoles ni el jueves. ¿Lo peor? Mi mamá cada vez se hundía más en el silencio. La vi ocultar sus lágrimas de frustración.

Esa noche, la encontré en la cama, hecha un ovillo. Aarón, por fortuna, se metió a dormir desde las 8 porque jugó futbol en la cancha del fraccionamiento y quedó exhausto. La verdad, yo no supe cómo reaccionar. ¿Debía acostarme con ella como ella hacía conmigo cuando tenía miedo de ir a la escuela al día siguiente? ¿O quizá ella necesitaba su espacio y una intromisión solo complicaría las cosas?

—¿Estás bien, mamá? —pregunté desde la puerta. Tal vez estaba enferma. Debía mostrar un poco de consideración.

—Creo que sí. ¿Cómo te fue en la reunión?

Se enderezó y recargó la espalda en la pared. Sus ojos lucían hinchados. De seguro había estado llorando.

—Mañana debo llevar un flan.

—¿Para venta?

Asentí y percibí que su mandíbula temblaba.

—No estoy segura de tener todos los ingredientes.

—Ya revisé. Tenemos todo. Voy a poner el despertador para pararme a buena hora y hacerlo.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó, aunque en realidad parecía decir: «Por favor, no me pidas ayuda».

—Tengo todo bajo control.

Pero no fue así. Olvidé poner el despertador y abrí los ojos a las 8. Bajé corriendo las escaleras. Leche evaporada, leche condensada, huevos, vainilla y queso crema. Precalentar el horno. Preparar el caramelo. Licuar los ingredientes. Tapar con papel aluminio. Ahora esperar una hora.

Subí a bañarme, pero mi mamá todavía no se paraba. Mi papá recién salía de la ducha con ojos preocupados. Para ser domingo, llevábamos un serio retraso en el horario de rutina. Aarón, para colmo, despertó con dolor de cabeza. Era seguro que se había insolado en sus partidos, pues su rostro rojizo le ardía.

—¿Vas a faltar? No puedes… —le dijo mi papá a mi mamá.

—¿Por qué no? Tengo derecho a enfermarme.

Sin embargo, mi papá y yo sabíamos que no estaba enferma, por lo menos no de algo visible como el COVID-19 o una gastroenteritis. Un dolor de cabeza no debía ser para tanto.

Mi papá revisó el reloj. No toleraba que saliéramos de la casa después de las 10 en punto.

—Vamos, Gaby. Por la tarde puedes descansar. Pediremos comida para que no cocines. Mañana yo llevo a los niños a la escuela.

—Me siento indispuesta, Jorge. 

Mi papá cerró la puerta de su habitación. Yo me escabullí al baño y me tardé más de la cuenta. El agua caliente me hizo sentir bien. Cuando mi papá tocó a la puerta, reaccioné.

—Apúrate, Pris. Ya falta poco para las 10.

Elegí lo primero que encontré. Lo que estaba limpio. Al parecer, mi mamá no había lavado en una semana. Me preocupé un poco por el tema de los uniformes escolares para el lunes, pero por ahora debía peinarme y tratar de hacer algo con mi cabello húmedo.

Mi mamá decidió que Aarón se quedara con ella. Mi papá no cesaba de menear la cabeza con desesperación. La única buena noticia consistía en que esa mañana no le tocaba predicar. De lo contrario, me parece que hubiera cambiado su sermón a «la mujer rencillosa de Proverbios».

Mi papá y yo nos subimos al auto a las 10:10. Puso la música de Jesús Adrián Romero a todo volumen mientras yo trataba de pensar en algo que no fueran los problemas de mis padres. Hasta que me bajé del auto y puse un pie en la iglesia, recordé el flan.

Corrí al despacho pastoral y llamé al número de mi mamá. Cinco timbrazos. Nadie respondió. Le mandé mensajes. Nada. Por fin opté por el número del teléfono fijo, que usábamos para emergencias más que para la comunicación tradicional.

—¿Sí?

—¡Mamá! ¡Dejé el flan en el horno!

Escuché el ruido de sus sandalias. La puerta del horno. Tos intermitente.

—¡Se quemó por completo, Pris!

—No puede ser. Lo puse a las… —Ya no importaba—. Lo siento.

Mi mamá tardó en responder: —No te preocupes. Al rato limpio.

Podía imaginar que avanzaba de regreso a la cama. Yo me dirigí a mi asiento. La reunión estaba comenzando.

—Pris, ¿dónde está tu flan? —me susurró Emiliano al terminar el sermón.

Roberto y unos más colocaban las mesas con las deliciosas creaciones.

—No traje nada.

Emiliano me miró con espanto, pero no dijo más. Media hora después, todo se había vendido. Recaudamos una cantidad considerable, pero no la que habíamos presupuestado. Tatiana meneó la cabeza.

—Si todos hubieran traído lo pactado, no hubiéramos fracasado.

Quise señalar que Tomy había cambiado a última hora su gelatina por galletas de caja, pero no quería evidenciar a mi amiga. Tampoco llegó Santiago, quien prometió un pan de plátano. Sin embargo, los ojos se posaron en mí.

Si bien Christian era uno de mis amores platónicos, su hermana estaba muy lejos de tener mi aprecio. Aunque teníamos la misma edad, ella se juntaba con las chicas más grandes, las de veintitantos y pretendía saber más que el resto. Era la única menor de veinte que había tenido novio. El año anterior andaba de novia con un chico de otra iglesia llamado Mauricio, a quien conoció en el campamento. Todas envidiábamos su buena suerte, pues no solo abandonó el club de «las todavía solteras» sino que Mauricio parecía un galán de telenovela.

No duraron más de cinco meses, pero eso mejoró su reputación y se encontraba muy interesada en acudir de nuevo al campamento. No sé si para tener un nuevo novio o para reencontrarse con Mauricio o para otra razón ajena a mi mente de «todavía soltera». 

Solo Emiliano se acercó antes de que volviera a casa y me dijo: —No importa, Pris. El próximo domingo trae unos brownies y todos se olvidarán de lo que pasó hoy. ¿Está todo bien? Te ves un poco… triste.

—Todo bien —mentí, y esa fue la gota que derramó el vaso.

Tuve que ir al baño para limpiarme las lágrimas.

Todos los derechos reservados.
D.R. ©️ Keila Ochoa

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