La princesa y la abuelita

Foto por Marian Ramsey

En memoria de Dorita Harris

Por Keila Ochoa Harris 

Hacía mucho que no visitaban a la abuelita. Mariana se asomó por la ventana del auto y observó el hermoso jardín que tanto amaba. Quería bajarse y correr, pero la última vez que había pisado esa casa, abuelito había muerto.

Su tía preferida los recibió con una sonrisa. Mamá y papá la abrazaron, pero no parecían muy contentos. Hablaron quedo para que ni ella ni su hermanito escucharan. Luego su tía le tendió la mano. Mamá le dijo: —Abuelita está enferma, Mariana. No te espantes si hace cosas raras. 

Abuelita estaba sentada en la sala. Su cara tenía más arrugas que antes, sus manos temblaban y olía chistoso.

—Saluda a abuelita —le pidió su papá.

Mariana la besó en la mejilla, pero abuelita la agarró con fuerza.

—¿Quién es esta niña? —preguntó.

—Es mi hija Mariana —le explicó mamá.

—¿Y quién eres tú? —preguntó abuelita y arrugó la frente.

Los ojos de mamá se llenaron de lágrimas y Mariana corrió al patio. Se escondió debajo del limonero que abuelito había plantado y se puso a llorar. ¿Qué le pasaba a abuelita? ¿Estaba así por la vejez o por la enfermedad? Sin saberlo, se quedó dormida.

Soñó con un gran castillo de oro al que entró por una enorme puerta. Muchas personas, jóvenes y sonrientes, esperaban con paciencia. Mariana avanzó por el corredor cubierto por una alfombra roja. Nadie le hacía caso. ¡Era como si fuera invisible!

Cuando llegó al frente, las trompetas repicaron y el Rey entró. Ella no lograba ver su cara, sólo sus botas. ¡Se le figuró el hombre más alto del mundo! ¡Y cuántas joyas! Al intentar observar su rostro, la luz la lastimó como si tratara de mirar al sol.

Entonces un ruido la hizo girar. Una princesa recorría el pasillo. Traía un hermoso vestido azul que rozaba el suelo, zapatillas de cristal, una cadena de oro y una diadema de diamantes. ¡Momento! Se le hacía familiar. ¡Pero si se trataba de abuelita! Lucía joven, con el cabello hasta la cintura, los labios rosas, las mejillas coloradas, los ojos brillosos, igual que en la foto de su boda con abuelito.

Gritó su nombre, pero abuelita no la escuchó sino que se hincó frente al Rey; lo abrazó y el Rey emitió una sonora carcajada en bienvenida. Después, muchos hombres y mujeres se acercaron a saludarla, ¡hasta abuelito! Y él también vestía su traje de bodas y ¡tenía cabello!

—¡Mariana! —mamá la despertó.

Mariana se secó la cara y regresó a la sala. Abuelita seguía igual, arrugada y actuando de modo extraño, pero Mariana se acercó y le dio un beso: —Algún día serás una princesa —le susurró.

—Sí —sonrió su abuelita mirándola con cariño y reconocimiento—. El Rey pronto enviará por mí.


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