Serie: Crónicas del primer siglo (3)

Por Frida García Retana

El pacto

Por Keila Ochoa Harris

Se le figuró la oración más larga que saliera de los labios de Urbano. Miró a su alrededor. Algunos se movían inquietos, otros se concentraban. Entonces los recuerdos se agolparon en su mente.

No conoció a sus padres, o si lo hizo, los olvidó por completo. Desde muy pequeña, alguien la llevó al templo de Venus y las sacerdotisas la acogieron. Su destino se selló desde ese momento.

Urbano terminó con un fuerte «amén», la señal que aguardaba Aristóbulo para hacer una lectura de uno de los pergaminos de las Escrituras, un rollo antiguo de un profeta llamado Isaías. Cecilia no sabía leer.

¿Cómo aprender las letras cuando debía limpiar los pisos y recoger las flores que quedaban regadas después de una noche de fiesta? El mes de abril traía la primavera y las primeras flores, así como las festividades para la diosa.

Trifena y Trifosa repartieron a todos pan y vino para el ritual más profundo de su fe. «Este es el cuerpo de Cristo», repetían todos al unísono y mordían un trozo de pan mientras pensaban en el cuerpo de Cristo, entregado por ellos. Luego venía la copa y recitaban: «Esta es la sangre del Salvador, derramada por todos en la cruz del Calvario».

En el festival Vinalia urbana había mucho vino, demasiado. Hombres y mujeres, ricos y pobres, bebían del vino espacial preparado para honrar a la diosa cuyos poderes proveían a las personas del preciado regalo.

Siguieron los bautizos. Filólogo pidió que dos nuevos convertidos se aproximaran. Se trataba de un par de esclavos que habían encontrado en Cristo el sentido de sus vidas y querían identificarse con la iglesia. Narciso y Amplias posaron sobre ellos sus manos en señal de bendición, luego se sumergieron en una fuente que había en la casa de Andrónico, donde bautizaron a los nuevos hermanos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu.

Cecilia también tuvo un rito de iniciación para servir a la diosa. Ya no era niña, sino una joven hermosa y virgen. Sin embargo, no cumplía los requisitos para ser una vestal y guardar del fuego sagrado. Tampoco estaba suficientemente preparada para otras funciones. Solo supo que una de las sacerdotisas le habló de cosas que la horrorizaron, luego la vistió y la perfumó, para finalmente llevarla detrás de una cortina donde algo murió dentro de ella.

Después de compartir los alimentos, Epeneto pidió la atención de todos. Tenía un anuncio muy especial que compartir. La mirada de Febe sobre Cecilia mostró complicidad y cariño. Cecilia se ruborizó de pies a cabeza.

Cecilia perdió todo lo bueno en un día. Daba lo mismo si eran hombres o mujeres. Cecilia no tenía voluntad propia. Las monedas que recibía en pago la mantenían atada a su oficio, pero más bien la suciedad, esa profunda y asquerosa suciedad la que no la dejaba respirar. Por supuesto que se defendía. No hacía nada malo. Todo era permitido por la ley. Sin embargo, algo dentro la selló como una mujer de poca moral.

Epeneto le pidió que se pusiera en pie. Cecilia lo hizo con piernas temblorosas. Tenía veinticinco años. Las de su edad ya eran madres en su mayoría. A los treinta ya podría ser abuela, pero Cecilia no soñaba ya con una familia. Finalmente se sentía limpia, y nada le robaría esa sensación de paz que experimentaba cada mañana.

Conoció a Febe en la calle, cuando ambas chocaron en el camino. Febe la sostuvo con una ternura desconocida para ella y le curó la herida en la frente que sangraba. «Pero, niña, ¿en qué venías pensando?» No le contó de las muchas traiciones al paso de los años cuando pensó que la amaban para luego dejarla por alguien más o para botarla como si fuera basura pues no era lo que esperaban. Febe la llevó a su casa y la curó, luego le habló de Jesús. Cecilia creyó. Ella, simple y llanamente se dejó caer a los brazos del Salvador y se fue a vivir con la diaconisa y su familia.

Los ojos de algunos no la miraron a los ojos. Notó la incomodidad en los hermanos judíos. Ciertas mujeres mayores tampoco le devolvieron la mirada. Cecilia no los culpó. Sabía que su pasado la perseguía. Algunos de ellos la habían visto en el templo de Venus o en las tabernas. Sin embargo, Jesús la había perdonado.

Cierta tarde en que Febe y ella estudiaban las Escrituras, Cecilia le pidió su consejo. Recién en la comunidad cristiana habían tenido una pequeña ceremonia para anunciar el pacto matrimonial de Nereo y María. Se prometieron fidelidad y dedicación mutua. ¿Por qué no podía ella tener una ceremonia parecida? ¿Para comprometerse a qué o con quién?, le preguntó Febe.

Epeneto tomó un anillo grabado con la misma frase que solían utilizar los sacerdotes judíos en sus vestiduras. «Santidad a Jehová». Las letras en latín ardían con la luz de las antorchas.

Entonces el anciano Epeneto anunció que Cecilia, al recibir ese anillo, se comprometía a una vida célibe para servir a Cristo. Así como los esposos se entregaban el uno al otro, Cecilia, delante de la iglesia como testigo, se comprometía a guardarse solo para Jesús. Febe pasó al frente y le puso el anillo en la mano. Cecilia no podía ver bien por las lágrimas que inundaban sus ojos, pero cuando lo hizo, percibió todas las miradas cálidamente puestas sobre ella. Sin embargo, no necesitaba la aprobación de los demás para guardarse en un celibato elegido por amor a Dios. Era su elección y era la correcta.


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