¿Qué es un estilo de vida saludable?
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Por Karen Durán
Mi historia
Fui una niña pequeña y flaca, tanto, que mi mamá recorría consultorios médicos buscando suplementos milagrosos o alguna medicina que me hiciera crecer y me diera una apariencia más saludable. Ninguno dio el resultado esperado: no llegué a medir más de metro y medio, y mi peso generalmente estaba por debajo del adecuado para mi talla y edad.
Hasta que tuve hijos, mi cuerpo cambió. En ese momento, empezó mi historia con las nutriólogas, las dietas y las restricciones, con la satisfacción de bajar de peso y la desilusión de volver a subir. Creía que me estaba cuidando, llevando un estilo de vida saludable y ejerciendo una correcta mayordomía del cuerpo que Dios me había dado.
Toqué fondo cuando, una vez más, decidí ponerme a dieta para bajar los kilos que subí durante la pandemia y que, a pesar de hacer ejercicio, restringir algunos alimentos y reducir porciones, no había logrado bajar. Fui con una nueva nutrióloga quien, como todas las anteriores, me dio una larguísima lista de grupos de alimentos y me explicó cómo combinarlos en cada tiempo de comida. Armé un menú lo mejor que pude y me esforcé en seguirlo al pie de la letra, midiendo y pesando todo lo que comía.
Nunca me había sentido tan presionada, enojada y frustrada al seguir un plan alimenticio pues, además, cada lunes recibía un mensaje de texto de la nutrióloga: «¡Vamos con todo! ¡Tú puedes! ¡Esta semana lo vas a lograr! (emoji de músculo, emoji de fueguito)». Y yo, en vez de sentirme animada y motivada, me sentía vigilada y angustiada. Todo el tiempo pensaba en comida y en si había hecho suficiente ejercicio o no, lo cual me tenía estresada y de mal humor.
Después de un mes siguiendo estrictamente el régimen, no bajé lo que se esperaba y me sentí tan miserable que decidí abandonarlo y resignarme a la incomodidad de verme al espejo y no gustarme.
Pero entonces empecé a reflexionar en cómo había tratado a mi cuerpo a lo largo de tantos años y me dediqué a aprender el verdadero significado de cuidarlo y administrarlo correctamente. Me pregunté por qué algo que se suponía que era bueno me hacía sentir triste y avergonzada, además de mantener mis pensamientos y mis esfuerzos en la báscula y en cómo me veía.
No llegué a padecer un trastorno de la conducta alimentaria (TCA), sin embargo, llevé a cabo muchas prácticas que pusieron en riesgo mi salud mental y física tan sólo por querer verme de cierta manera o ajustarme a ciertos estándares de estética, moda y «salud».
Me pregunté por qué quería cambiar mi cuerpo, por qué quería reducirlo, por qué lo restringía constantemente y por qué ignoraba sus señales de hambre creyendo que estaba practicando fuerza de voluntad y dominio propio para comer «correctamente».
¿Cuál era mi verdadera motivación al comer de cierta manera, al hacer actividad física o al querer verme de un modo en particular? ¿Era en realidad un deseo de ejercer una buena mayordomía del cuerpo que Dios me había dado?
Recordé muchas veces en las que estando en un restaurante comí de malas porque no estaba comiendo lo que se me antojaba, sino lo que la nutrióloga me había dicho que tenía o no tenía que comer, y también recordé otras ocasiones en que no fuimos a los taquitos porque ahí no había nada light que yo pudiera comer. Me acordé de esos momentos en los que compré postres y helados para mis hijos, pero yo no los disfruté junto con ellos.
Cuántas veces me sentí fea porque mi cuerpo no era como el de mis amigas o porque cierta moda no se me veía como a la chica de la foto. Y cuántas otras veces llevé una ensalada a la cena en casa de unos amigos, en vez de saborear lo que habían preparado con cariño, nada más porque estaba a dieta y no quería romperla. Entonces me di cuenta de que estaba muy, muy cansada de comportarme de ese modo.
Pero sobre todo me di cuenta de que «administrar adecuadamente el cuerpo que Dios me había dado» (comiendo de manera «saludable» y haciendo ejercicio diariamente) era el pretexto perfecto para encubrir la veneración que tenía por mi cuerpo.
Lo que Dios me había dado para administrar se había vuelto más importante que Aquel que me lo había dado. Mi atención, mi tiempo, mi fuerza, mi alma y mi corazón no estaban dedicados al Señor, sino a una actividad que en apariencia era buena, pero que en el fondo alimentaba (eso sí, de una manera «muy saludable») al ídolo que era mi cuerpo.
Tuve hijos y mi cuerpo cambió, pero yo me creí esa idea de que es posible (bien visto y casi obligatorio) mantener la figura de nuestra juventud. Con cada dieta intentaba ir en contra de esos cambios, pero nunca iba a poder contrarrestar la preparación de mi cuerpo para cada etapa que estaba atravesando y que atravesaría en el futuro. Es muy duro cargar con la expectativa de mantener siempre el mismo peso y la misma silueta que teníamos a los veinte años, es un absurdo que nos lleva a invertir tiempo, dinero y paz en algo que es temporal y pasajero.
Le pedí perdón a Dios por haber vivido obsesionada con mi cuerpo y con mi apariencia, por haber olvidado que Él me dio ese cuerpo para llevarme de un lado a otro, para relacionarme con los demás y para servirle.
Le agradecí la manera única, bella y perfecta en que me diseñó y entendí que, como todo lo que existe en este mundo roto, mi cuerpo no tendrá su plenitud en este lado de la eternidad; cambia, se deteriora y a veces se enferma, pero celebro su imperfección y sus achaques porque así recuerdo cuánto necesito a mi Creador.
Agradezco su movimiento, sus funciones y su desempeño. Celebro que es el medio a través del cual puedo expresar quién soy y a través del cual otros me reconocen. Celebro que puedo sonreír, abrazar, cantar, llorar, enojarme, comer, bailar, pensar, aprender, escribir, leer, cocinar, platicar, escuchar, opinar, adorar y orar.
Agradezco toda la comida deliciosa que existe para nutrirlo y hacerlo funcionar. Cuando dejé de obsesionarme por lo que veía en el espejo, por mi peso y por cada alimento que me llevaba a la boca, fui consciente de que, en casa, desde siempre, comemos de una manera nutritiva y variada, que comemos muchas frutas y verduras, que los antojos y los postres los preparamos nosotros y que disfrutamos cuando ocasionalmente comemos otros alimentos que he aprendido a ya no calificar como «chatarra, basura, no saludable o engordador».
He entendido que la comida tiene un componente social y emocional, un elemento de unión e intimidad que sólo se da alrededor de la mesa. Sé que cuando estoy triste, con frío, desanimada, confundida, cansada o con cólico, es totalmente normal querer comer algo que me reconforte y me apapache.
Uno de mis mayores miedos era dejar de ir con la nutrióloga y subir de peso sin control, sin embargo, empecé a escuchar a mi cuerpo, a entender sus señales de hambre y saciedad, a no pensar en qué tenía que restringirme, sino en qué podía incluir para tener una alimentación más variada, más colorida, con más sabores y texturas. Empecé a comer lo que se me antojaba, sabiendo que podía comerlo sin miedo a no poder parar, pues entendí que ya no eran alimentos prohibidos y que podía comerlos siempre que quisiera. Sí, se me antojan chocolates, panes y postres, pero también se me antojan ensaladas, sopas de verduras y platos de fruta.
¿Bajé de peso? No. ¿Subí? Tampoco. ¿Me gusta mi cuerpo? No siempre. Sin embargo, ya no es mi ídolo, ni mi obsesión. He aceptado los cambios que se han presentado con los años y vivo contenta y en paz. Disfruto y agradezco cada alimento que puedo preparar, comer y compartir sin restricciones y sin excesos.
Hago actividad física no para reducir mi cuerpo ni para verme de cierta forma, sino para fortalecerlo y favorecer su elasticidad y movilidad, para ayudar a mis órganos a funcionar de manera óptima y para tener un mejor estado de ánimo.
Hoy entiendo que Dios, porque es soberano y creativo, ha hecho todos los cuerpos diferentes, con diversos tonos de piel, tipos de pelo, colores de ojos, con distintos tamaños y formas: hay cuerpos grandes y cuerpos pequeños, cuerpos con más o menos curvas, cuerpos altos y cuerpos bajos. Esas diferencias no determinan su estado de salud, mucho menos podemos adivinar o juzgar los hábitos de una persona a partir de su apariencia. Dios ha hecho a cada una hermosa, original y única.
Nos corresponde cuidar nuestro propio cuerpo entendiendo que hay muchos factores que determinan la salud y bienestar personal, los cuales no se reducen simplemente a lo que comemos o a la actividad física que realizamos.
Los buenos hábitos que podamos implementar son apenas una partecita de todo lo que compone nuestro bienestar personal, ya que en éste influyen el medio ambiente, la biología humana y la genética, así como la calidad y accesibilidad que tenemos a los servicios de salud.
Ser buenas administradoras de nuestro cuerpo no es nada más darle alimentos orgánicos, bajos en grasas o azúcares, con antioxidantes, con macronutrientes y micronutrientes; tampoco se reduce a realizar cierto tipo de rutina de ejercicios. Cuidar nuestro cuerpo también es estar atentas a sus señales, ya sea un malestar o algo inusual, es revisarlo periódicamente, es darle lo que necesita y procurar la salud de nuestras mentes y emociones.
Si un estilo de vida «saludable» te hace sentir miserable, triste, enojada, contrariada, afanada, obsesionada con lo que comes o con el ejercicio que haces, si te lleva a dedicar más tiempo a esa actividad que a Dios, a tu familia y a tu comunidad, entonces no es sano ni está aportando a tu bienestar integral.
Y aunque mi cuerpo dejó de ser mi prioridad, descubrí que el corazón tiende a fabricar ídolos con facilidad. Cualquier persona o cosa, aunque sea buena, puede tomar el lugar de Dios en nuestras vidas: papá, mamá, un novio, el esposo, los hijos, los estudios, el trabajo o la iglesia. ¿Cómo, entonces, protegemos nuestro corazón? Manteniendo la mirada fija en Jesús (Hebreos 12:2 NBV), pasando tiempo con Él, entendiendo que, aunque nuestro cuerpo envejezca y se debilite, lo importante es que nuestro espíritu se renueve y fortalezca cada día (2 Corintios 4:16 PDT).
1 Pedro 3:3-4 (NTV) nos dice: «No se interesen tanto por la belleza externa: los peinados extravagantes, las joyas costosas o la ropa elegante. En cambio, vístanse con la belleza interior, la que no se desvanece, la belleza de un espíritu tierno y sereno, que es tan precioso a los ojos de Dios». No significa que descuidemos nuestro arreglo o nuestro cuidado personal, sino que el énfasis no debe estar en ello, sino en embellecer nuestro corazón. Poner demasiada atención a nuestra belleza externa nos lleva a la comparación y a la presunción, en cambio, dedicar tiempo a embellecer nuestro corazón nos transformará en mujeres más parecidas a Jesús: humildes, tranquilas, apacibles e íntegras.
Ese tipo de belleza, la interior, no se corrompe, no se destruye, sino que aumenta y florece más y más conforme pasamos tiempo con Jesús, le conocemos y le escuchamos. Él es la palabra viva de Dios. Leer la Biblia y responder en oración a lo que ella nos dice es la manera en que embellecemos nuestro interior pues toda la Escritura se trata de Jesús y apunta a Él.
Un corazón bello es aquel que teme a Dios, que le ha conocido, que entiende que ha sido salvado, redimido y restaurado a pesar de que no lo merecía, y entonces no encuentra otra opción más que adorar, expresar gratitud y vivir satisfecho con lo que tiene y con lo que es, incluyendo el cuerpo en el que habita.
Recordemos que podemos entrar confiadamente a Su presencia y poner ante Sus pies todas nuestras angustias, todo aquello que sentimos que no podemos controlar, Él está atento a ti y sabe si te sientes insuficiente, si piensas que no eres tan bonita como alguien más, si el reflejo del espejo te regresa lo que no quieres ver.
Jesús te comprende, te ama, te creó y quiere que vivas una vida plena disfrutando de todas las bendiciones y las buenas obras que Él ya preparó para ti. Él te ha vestido de justicia y santidad y es por eso que puedes abrir tu corazón ante el Padre, contarle cómo te sientes cuando algo no te queda, cuando otra vez subiste de peso, cuando crees que no estás siendo buena administradora de tu cuerpo o cuando piensas que eres mejor que otras porque te alimentas adecuadamente y porque vas al gimnasio todos los días.
Dediquemos tiempo e intencionalidad a cuidar y embellecer nuestro corazón, que nuestra belleza interior esté basada en nuestra relación con nuestro Creador y Salvador, que podamos seguir Sus pasos de humildad, generosidad y compasión y que nuestro más grande anhelo sea alabarle, servirle y ser de ayuda a los que están a nuestro alrededor. Que toda nuestra atención, nuestro tiempo, nuestra fuerza, nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestra alma y nuestro corazón sean para la gloria del Único que la merece.
Si tú o alguien que conoces presenta alguno o varios de los siguientes signos, busca ayuda médica y/o psicológica de inmediato:
* Conductas y actitudes que indican que la pérdida de peso y el control de la alimentación son tu mayor preocupación.
* Te saltas comidas con cualquier pretexto.
* Escondes o almacenas comida.
* Vas al baño inmediatamente después de comer y tratas de ocultar o justificar vómitos.
* Usas laxantes, diuréticos o pastillas para adelgazar.
* Eliminas de tus comidas los carbohidratos, las grasas o las proteínas.
* Masticas chicle o consumes mucho té o café para disimular el hambre.
* Has aumentado el tiempo de actividad física o su intensidad.
* Usas ropa holgada para ocultar tu cuerpo o la pérdida de peso.
* Tienes un miedo intenso a ganar peso.
* Te sientes insatisfecha con tu cuerpo, tu figura o tu peso.
* No percibes la realidad de tu imagen corporal.
* Sólo hablas de comida, ejercicio y peso.
* Tus cambios de ánimo son frecuentes y drásticos; te sientes irritable o ansiosa; o, por el contrario, no expresas ninguna emoción.
* No disfrutas los pasatiempos o actividades que antes te gustaba hacer.
* Te has distanciado de tus amistades y te has aislado; no convives con tu familia.
* Has dejado de ir a ciertos lugares por miedo a qué van a servir de comer.
El Señor quiere que tengas una vida saludable en verdad.
Descubre cuál es ésta